sábado, 25 de noviembre de 2017

La chica de debajo del puente



Aquel día comenzó a llover, no era normal que lloviese pero me alegré de poder pasar la tarde a cubierto. Me puse un chubasquero y fui a su escondite. A las afueras del pueblo hay un pequeño arroyo que en las estaciones de lluvia desborda su caudal, por lo que hace siglos se construyó un puente de piedra para poder atravesarlo.
En otoño ese arroyo apenas es un pequeño torrente y suelo juntarme con mi amiga debajo de ese puente. Todo está lleno de hojarasca y está silencioso. Es lo bueno de los pueblos, apenas hay nadie en las afueras. Sólo hay campo, bosques y silencio.
Bajar no siempre es fácil, menos con lluvias, casi me caigo al resbalarme. Pero está bien, no pasa nada. Por un momento ella, al escuchar el ruido, se acerca, me confunde con comida, pero sabe que no soy comida. Mi amiga tiene la apariencia de una chica asiática muy joven e inocente, parece incluso vulnerable, aunque no se le dan bien los disfraces y realmente cuanto más mires a sus ojos más te darás cuenta de su inquietante mirada.
Según me ve se esconde, no le gusta estar a la luz, es insegura, no le gusta ser vista. De hecho, si no tuviera que comer, nadie sería capaz de encontrarla. Corre más que tú y sabe esconderse en toda clase de lugares.
Mis pasos hacen ruido al pisar las hojas secas, los suyos no. A veces me pregunto de qué estará hecha, pero no me lo pregunto demasiadas veces. Sé que es ligera. Sé que no se fía de casi nadie. Sé que es culpable de montones de leyendas. Sé que es posible que coma. Pero me gusta confiar en su falsa sonrisa.
Me siento bajo el puente y veo su rostro al revés, ella está tumbada en el techo del puente, mirándome fijamente. Me da un libro y comienzo a leer. Le gusta escucharme leer. Le gusta aprender. En ocasiones habla, nunca más de una palabra por vez. Podría decir que incluso por día pero no me atrevo a afirmarlo. Este día fue uno de los días en los que dijo una palabra.
Pero antes cerré el libro, encendí un cigarro, bajó de su techo y se me sentó encima. Seguía siendo ligera como un trozo de seda. Se acurrucó en mi pecho sin quitarme la vista de encima. Su siempre sonrisa dejó de inquietarme hace meses. Tampoco es que nos conozcamos desde hace tanto.
–¿Crees que soy tu amigo porque no tengo a nadie más? ¿O quizá es que sólo puedo confiar en aquello que es tal y como es? Aquellas cosas sencillas. Sé que este no es tu aspecto real pero eso se ve con sólo mirarte un rato, no engañas a nadie.
Me clavó las uñas un poco. Yo me reí.
–Vale, vale. Quizá es porque tú me aceptaste tal y como soy. Aunque no te guste nada de mí. Ni mi sabor. Aún así... te alegra cuando vengo. ¿Cómo eres así? Eres la persona más amable que conozco. Y aún así eres un misterio. Uno que jamás querría resolver. Me gustas aunque me des miedo, aunque nunca sepa qué eres o qué forma tienes.
Estas conversaciones eran normales en nosotros. Es estar con ella y me vuelvo tan vulnerable que sólo me sale ser sincero.
–Me incomodas. Mirarte a los ojos me da tanto miedo como... como bien me hace. Eres imposible, eres irreal, eres única y eres un monstruo. Eres la cosa más terrible que jamás he conocido pero no puedo imaginarme sin ti. ¿Por qué me acoges? Sólo no huí de ti. Sólo me quedé quieto aquel invierno. No sé qué esperaba, la verdad.
Se abrazó a mí, lenta pero tiernamente. Creo que soy el único cuerpo que disfruta abrazar. No dejaba de mirarme directamente a los ojos, nunca dejaba de mirarme directamente a los ojos. Yo miraba al cielo nublado y a la lluvia.
–Al principio esperaba que algún día se te cayera la máscara, que me mostrases tu verdadero rostro. Sentir que estás aquí, conmigo. Supongo... supongo que no era capaz de ver la realidad. Eres así.
Ella es terrorífica. Mirarla me sigue estremeciendo. Pero ahora, después del miedo, cuando miro directamente en sus negras pupilas, nace una ternura implacable. Ojalá ella sea capaz de verme. De verme tal y como soy. Tengo miedo de que me abrace porque no conozca a nadie más. Me aterra pensar que cualquier persona que se atreva a conocerla será mejor que yo. Es un pánico egoísta y feo que soy incapaz de esquivar. Quizá... quizá he logrado que este monstruo me importe tanto porque tengo la seguridad de que nadie más querrá estar con ella. Soy... yo el que no es capaz de verla. El que no es capaz de dejar atrás sus miedos y sus inseguridades. Soy yo el que no es capaz de aceptarla por lo que es y confiar en sus emociones. Soy yo el...
–Sonrío.

Miro a sus ojos. Los encuentro clavados frente a los míos. Esa palabra ha borrado por completo mis pensamientos. ¿Qué fue eso? Sonrío. No dejo de escucharlo. Sonrío, sonrío, sonrío, sonrío. Sonríe. Ella sonríe. ¿Lo hice yo? Acabo de caer. Estoy boquiabierto, mirándola, totalmente atascado en esta emoción tan cálida. ¿Qué pensará ella? ¿Cómo piensa ella? No. Esas no son las preguntas. Y la verdad, no hay pregunta. Eso es.
No hay pregunta.
Mis brazos la rodean, fuerte, suaves. Junto mi cabeza con la suya. Comienzo a llorar. Ella se separa. Me mira de frente. Veo sus ojos inmóviles examinándome. Su sonrisa implacable no me asusta. Su mano limpia mis lágrimas. Gira su rostro noventa grados. Me mira. Me mira. Mira mi cara retorcida por el sollozo, moqueando y sin ser capaz de parar el llanto digo lo único que se me ocurre.
–Sonrío.

Aquel día fue un día más. Pero lo recuerdo con cariño. Ojalá tuviera alguna foto de ella, pero no sale en las fotografías. En parte me gusta porque así sólo yo puedo recordarla, aún no conozco a nadie que haya logrado verla y sobrevivir. La gente del pueblo comenzó, con el tiempo, a llamarme el hombre pez porque iba mucho al río a por agua. Sigo yendo a visitar a mi amiga siempre que puedo. Creo que esa es mi vida. No imagino otra. Para bien y para mal.

–Historias Irrelevantes







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