lunes, 14 de noviembre de 2016

Una chica que corría y corría


Bien. Estoy algo oxidado en esto de escribir... Pero vamos a intentarlo, ¿qué os parece? Primero vamos a dibujar a la persona de la que quiero hablar, que no sé quién será o qué será. ¿Es una persona? Sí, mejor dibujamos a una persona, vamos a mantener la fantasía a mínimos de momento. Vale.

Es una chica, porque me gusta más escribir siendo una, no llega a la mayoría de edad aunque no sé por qué. Pero camina, camina, camina por una calle poco transitada, es de noche en los noventa. Pocas luces, por ley sólo las calles principales deben tener farolas de las grandes así que se ahorran un poco dejando a oscuras a los callejones. ¿Qué hace ahí?
Camina. Ay, espera, es que está llorando. ¡Y está lloviendo! Camina entre soportales, resguardándose de empaparse mientras solloza y camina. Tiene moratones en las piernas y va totalmente despeinada. Quizá haya tenido una pelea.
Se cruza con garitos, tiendas cerradas, parques deshabitados y estancos llenos de carteles luminosos, neón y clientes perdidos. Es muy de madrugada, ¿nadie la busca? Lleva una mochila un poco rota y la agarra con ambas manos, impotente. Me cae bien, aunque no sé qué le ha pasado.
–Hola, pequeña, ¿qué te pasa?
Ignora al vagabundo que le sale al paso. Sólo mira al suelo. Intenta mostrar enfado en su cara pero es una frágil máscara con la que esconde sus lamentos.
–Oh, venga. No soy tan malo. No me gusta ver una niña llorando. ¿Quieres medio donuts? Está seco. Y es de chocolate.
–¡Déjame en paz!
–¡Vale, vale! Tranquila.
Ella aligera el paso, y el vagabundo la sigue con cautela. Supongo que no quiere que le pase nada malo a la niña.

Caminan, no juntos, pero caminan. La ciudad se despeja para llegar a los suburbios, edificios más pequeños y calles más anchas a su paso. De vez en cuando cruzan un grupo de borrachos que salen, vuelven, están de fiesta. De ella se ríen, de él comentan en bajo.
–¡¿Por qué me sigues?!
–Yo no te sigo. Yo sólo estoy caminando.
–¡No me lo trago! ¡Me estás siguiendo!
–Créeme que no. Sólo quiero estirar un rato las piernas, de verdad...
La chica saca una navaja de su mochila, le tiembla la mano. Ya no llueve, sólo quedan charcos que se mezclan con sus lágrimas. Se muerde un labio. Le tiembla la boca.
–¡Largo! ¡Largo o... o ya verás!
–¡Tran-Tranquila! ¡Joder! ¡Qué susto!
–...
–Guarda eso, pequeña. De verdad. No merece la pena matar a un viejo. Me moriré dentro de poco, ya verás.
–¡Pues deja de seguirme si no quieres que ocurra antes!
El viejo mendigo baja la cabeza en signo de respeto, aunque ella no lo entienda, y se va. En total silencio.
Y ahí queda ella. Sola, en la noche. Las manos no le responden, se agitan, las piernas están inmóviles y sus ojos abiertos y cansados. Llora, sin sentirlo ya. Masculla.
–Joder.
Y guarda la navaja. Está harta. Echa a correr.

Echa a correr hasta que no pueda correr más.

Y cuando eso ocurre.

Cae de bruces en mitad del asfalto mojado.

Pérdida de consciencia.

Pero algo la empuja. Se escucha un coche.

Abre los ojos. Está magullada. Pegada a la acera. Delante de ella hay un viejo vagabundo tirado como un saco de patatas.
–¿Qué...
Se acerca al viejo, ve que su cara está apagada. Muerta. Y él también. No entiende nada. Le va a dar algo. Pero un anciano y barbudo vagabundo se acerca por detrás. Se apoya en el hombro de la pequeña. Ella se gira con reflejos felinos. Sus ojos son los ojos que ningún niño debería tener jamás.
–Tranquila... No pasa nada.
–¿Es-Está... Está muerto?!
–Claro. Pero no pasa nada.
–¡Está muerto! ¡Tenemos que llamar a una ambulancia! ¡O algo!
–No, no, no. Verás. Él sólo contaba la historia. Y no quería que te pasara nada. Ahora la historia sigue como empezó. No ha contado nada, pero eso no importa. Seas quien seas, te desea lo mejor y que sigas caminando hasta que la mañana te calme. Hasta que el cielo se despeje.
–¿Pero...? ¿Qué? ¡Estás loco! ¡Suéltame!
–Descuida, esto se acaba. Quizá algún día sepamos a dónde vas, pequeña. Ojalá y llegues pronto.
La chica, atónita, empuja al barbudo y echa a correr todavía más. Mirando atrás de vez en cuando para ver a los dos mendigos, uno muerto y otro saludando mientras se aleja de una noche que no quiere volver a vivir nunca jamás.

Historias Irrelevantes.

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