miércoles, 12 de febrero de 2014

Me lo contaron en un aeropuerto


Hay lugares donde lo extraño puede suceder, son los lugares que no conocemos o que conocemos pocos. De esto me he dado cuenta con el tiempo. Mi primer experiencia con esto fue bastante... extraña, pero claro, es que pudo suceder lo extraño.

Tenía apenas unos pocos años más de diez, no lo recuerdo bien y vivía en un barrio de la periferia, ya sabes, un barrio de estos con casitas separadas con jardín delantero y trasero, donde viven familias pequeñas y modestas, un lugar tranquilo y verde. Me gustaba jugar a la pelota con Sarah mi pequeña perra salchicha, la mejor perra que he tenido y la única. Jugábamos en el patio trasero, me gustaba ponerle un montón de obstáculos y lanzar la pelota al otro lado de ellos para que los tuviera que pasar lo cual hacía con una gracilidad impresionante. La echo de menos.
En fin, resultó que un día jugaba sin menor preocupación y recuerdo que mi pelota acabó en el jardín del vecino. Se llamaba creo que Señor Riffa o quizá le puse yo ese nombre. Vivía solo o nunca lo he visto acompañado. Salté la verja de madera que nos separaba, sabiendo que él estaba trabajando, el hombre de silueta gris y cara amargada salía a las ocho y treinta y siete de la mañana con su destartalado coche para volver a las seis y treinta y cinco de la tarde a su casa.
El jardín de Señor estaba mal cuidado, había rastrojos y el césped amarilleaba en bastantes lugares. Crecía un gran árbol en forma de espiral hacia los cielos, lo recuerdo gigantesco y mágico, lo cual no me cuadraba siendo él tan... gris. Vi mi pelota junto a la ventana del sótano y me acerqué a recogerla y yo, curioso, con mi pelota en la mano, me asomé a su sótano. No vi nada. Todo negro. Entonces... esto, o sea, me vas a llamar loco o algo, pero te juro que vi o al menos recuerdo que vi un ojo gigantesco. O sea, no es que no hubiese luz ahí a abajo, la ventana daba directamente al ojo de algo, como si la ventana fuesen sus gafas. Era grande y rojo con una pupila muy oscura, tan negra que creía poder caer dentro de ella. Me asusté tanto que salí corriendo sin mirar atrás, mientras escalaba la valla sentía su mirada en mi cogote como una garra que me quisiera atrapar y devorar. No paraba de gritar y llorar y sabía que aquello me estaba mirando. Te lo juro. Es una de las memorias más turbias que tengo. Dejé de jugar en el jardín trasero y cada vez que algo se me caía en el jardín del don Señor Riffa lo daba por perdido porque yo jamás volvería a aquel infierno.

Pero soy demasiado curioso y te lo creas o no, volví, volví a aquel lugar cuando ya tenía diecisiete años, lleno de valor y con ansias de conocer qué carajo podría tener el tal Señor Riffa en su sótano, o peor aún, qué carajo era la casa de Señor.
Me puse una mochila, cogí una linterna, un cuchillo y una grabadora. En aquel entonces las cámaras de vídeo eran raras y quien tenía una debía sacrificar todo su esfuerzo para cargar con semejante aparato. ¡Oh! Y también cogí un paquete de galletas. Preparado para mi epopeya me acerqué una madrugada a aquella ventana, no fue un viaje difícil he de decir. Me asomé a la ventana y no vi nada peculiar, oscuridad, lo vi normal. Saqué mi linterna, si aquello sacaba su ojo al menos lo cegaría de buena manera. Alumbré dentro y vi un sótano normal. Sucio, con cajas, el contador del gas... Decepcionante a primera vista.
Seguí mirando un poco más, quizá pasase algo, probé a encender y apagar la linterna, a cambiar de ventana. Nada. Nada de nada. Luego, ya aburrido, me fui, según caminaba sentí una garra en mi cogote, recordé entonces perfectamente mi infancia y no pude volverme. No pude. Imposible. ¡Sí, sé que debería haberlo hecho! No me mires con esa cara. No pude, en serio. No era una opción física para mí en ese momento, era como si yo, como ser humano, no pudiera volverme como no puedo girar la cabeza 360º. Así que seguí caminando hasta que aquello dejó de agarrarme... y no volví. Mi miedo era más fuerte que la curiosidad.

Te lo creas o no, así me sucedió o al menos así recuerdo que me sucedió.
¿Qué?
Ah, no. Volví hace poco a casa de mis padres y allí ya no vivía Riffas, de hecho, no había ninguna casa, se había demolido junto con otras tres casas, imagino desocupadas, y se había construido una biblioteca.
No, no miré en la biblioteca, hubiese sido como... ilegal y tal. Además, de estar... ¿qué? ¿Lo capturo? ¿Lo mato? No sé. ¿Te imaginas que aquello sigue ahí? Asustando a niños incautos y demás. O quizá se los come. No pongas esa cara, por lo que a nosotros respecta esa cosa es... imposible que exista, ¿no?

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martes, 11 de febrero de 2014

La última página de un libro


Sonrisas de cafetería, una camarera ve muchas y quizá de más. Siempre me encantaron las cafeterías de carretera, los hostales aquellos de bocatas. Siempre me pregunté lo interesante que debe ser la vida de alguien que se tenga que hospedar allí. Una vez tuve que detenerme en uno, demasiada lluvia para conducir solo por ahí, me senté en una mesa junto a la ventana y contemplé la lluvia. Caía fuerte contra los cristales, pero a la vez relajaba estar en el calor del interior.
Se me sentó una chica delante, me dijo que lamentaba interrumpirme pero que el local estaba lleno y necesitaba sentarse. Me dio exactamente igual, la gente a veces se disculpa demasiado y luego no lo hacen cuando deben, eso me lo enseñó el perro del vecino, era muy majo.
La chica sacó una libreta y se puso a retratar a la camarera, tenía un estilo peculiar, me gustaba.
-Tiene más barbilla y las orejas un poco más grandes, pero has clavado la mirada.
La chica dudó varios segundos de que la hablase a ella.
-Eh... gracias, es lo que hago cuando, ya sabe, tengo tiempo.
-Vaya, hacía mucho tiempo que a este canoso y aburrido hombre no le llamaban de usted, tutéame si quieres.
-Eso haré, tú. - Y me sonrió.

Cogí mi coche de nuevo, cuando amainó, me atusé el bigote y puse alguna radio movidita, eso creo recordar. Nunca supe qué es exactamente atusar o de dónde viene, pero es lo que se hace con los bigotes. Tarameo seguía en el asiento de atrás, dormido, jodido perro. Es difícil encontrar amigos a mi edad, pero Tarameo lo ha sido siempre. A veces es lo único que me queda, ni mis premios, ni mis vivencias, este es mi presente, todo mi pasado se ha perdido y mi futuro, bueno, no queda mucho de él. Vivimos nuestras vidas, eso es lo que hacemos.

Llegué al final. Al lugar donde las cosas comienzan, la infancia. Siempre los recuerdas mejores de lo que son, los lugares, quizá no es culpa de la memoria sino del lugar en sí. ¿Qué lugar preferiría albergar a un viejo que a un niño lleno de magia? Mi casa no ha cambiado mucho, está al final de un barrio de un pueblo de vacaciones el cual está en medio de una meseta tranquila, tiene algunos bosquecitos y una montaña. Siempre me lo pasaba bien. Hay muros de piedra, cocina de gas, camas tiesas y goteras. Me encanta. Los mejores finales no se escriben ni tampoco se leen. Los mejores finales se saben y se conocen porque son los auténticos finales, no son comienzos de nada, ¿verdad, Tarameo? Le doy unas zanahorias y aquí estoy, en mi final, terminando de leer un cuento creo que árabe sobre un siervo que espantado por su futuro huye, pero hacia su inevitable destino. Es un buen cuento. Ahora mismo todo me parece bien, creo.
Ya no sé ni qué pensar.

-Hola.
-¿Qué tal?
-Sabes por qué vengo, ¿cierto?
-Te vi en la cafetería y no me pudiste dar más igual.
-Siempre pasa, siempre pasa. ¿Tan extraño es que sea así?
-Pues la verdad es que sí, siempre eres lo que vemos en la carroña, los cuerpos, los exhumados, las guerras y las catástrofes, nunca vemos lo invisible, no en momentos de crisis. Eso deberías saberlo.
-Y lo sé, pero sigo aquí. Somos lo que somos.
-De principio a final.
-Y de vuelta a la estantería.
-¿Arreglaste el retrato?
-Sí, creo que me quedó bien, pero no logré captar la forma de la cabeza.
-Poco a poco, déjame la libreta un momento. A ver... sí... ya está... así mejor, ¿no crees?
-¡Oh! ¿Cómo lo hizo?
-Son muchos años, querida. Soy lo que soy.
-Sí, cierto. ¿Quiere algo más?
-No, para nada.
-Pocos son como usted, siempre piden más.
-Ya no necesito más, tuve más que suficiente, siempre lo tuve, desde mis sueños hasta mis pesadillas. He vivido mi vida, con sus consecuencias buenas y malas, las he aceptado todas, me he despedido de quien debía y lo he dispuesto todo. No me queda nada que resolver.
-¿Y algo qué hacer?
-No nacemos con propósitos, los proponemos nosotros porque son nuestros pies quienes los construyen.
-Bien dicho. Levante... a ver... eso es.
-La ciática, ya sabes...
-Sí, lo sé. ¿Un último baile, tú?
-Un último baile.

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